Wednesday, June 1, 2022

Tocar las Nubes



 

Pablo García Gámez

(A Bárbara Kent)

                                                                                         1

¡Esta manía de ser puntual!  Antes era una virtud, ahora es mala educación.  A sentarse y esperar mientras a que empiece.  (Mira buscando).  Allí, en esa tarima es el acto… me imagino.  Un templete de barrio: de los templetes de El Junquito a los de Corona, Queens… un barrio amalgama de muchos barrios de más allá de las fronteras.  Un teatro al aire libre.  El teatro tiene el poder de hacerse en cualquier espacio… eso lo viví aquí, en el galpón de aquella zona industrial de Queens… ahora es un lugar gentrificado de apartamentos carísimos. Todo lujo. (Pausa).  Allá fue que Cleo presentó la obra.  Éramos inmigrantes sin documentos y, buscando salida a la subsistencia, a Cleo se le ocurrió que, con el dinero que le quedaba, se podría mantener haciendo teatro en español.  Ya había encontrado un grupo talentoso y que se llevaba bien, algo que no es frecuente, cuando me ofreció ser su asistente.  Lástima que la prensa hispana poco respalda estas iniciativas de la comunidad: para los medios, no solo los de aquí sino del mundo, el teatro es un anacronismo.  (Pausa).  El caso es que Cleo quería una producción más allá de digna: buscó un grupo de gente entre los que se encontraba una maquilladora de primera.  El día que nos presentan, llego unos minutos tarde al sitio donde estrenaríamos El mono astronauta y que ese día es usado por la maquilladora para hacer una muestra.  Al entrar vi a una mujer alta, altísima y, como si no le bastara con su altura, llevaba tacones; pensé que quería tocar las nubes, ser totalmente visible en tierra.  En esa primera mirada era una mujer neo-barroca con trajes de complejos detalles y colores brillantes, un peinado de mucha elaboración; alhajas doradas.  Imposible obviar el caminar pausado y elegante, así como su voz grave que articula cada sílaba.  Imposible no verla. 

Cleo: Ella es Bárbara.

Pablo: Encantado.

Bárbara: El gusto es mío.

Bárbara trae varios bocetos de lo que podría ser el maquillaje; Cleo escoge uno y la maquilladora lo aplica a Harold, el actor que ese día ha ido para la prueba.  Bárbara muestra ser una excelente artista; me entero que además es coreógrafa. (Pausa).  Luego de la sesión, camino a casa, Cleo me preguntó qué me parecía.

Pablo: Su trabajo es bueno, pero es como frívola…

Cleo: ¿Frívola?

Pablo: …y trans.  ¿No te diste cuenta?  (Pausa)Frívola y trans.

Cleo: That’s happen.

That’s happen es la frase de Cleo para terminar una conversación sea porque no la entiende o porque la discusión es extremadamente pendeja y no quiere confrontación.  (Pausa larga).  El mono astronauta fue un desastre económico, pero como trabajo artístico fue excelente.  Y Bárbara terminó siendo una mujer creativa. 

2

El odio se aprende.  Odiamos porque nos enseñan.  Interpretamos macro-relatos como religión, hombría, femineidad, xenofobia para justificar nuestro odio y ni cuenta nos damos.  En Caracas, las mujeres trans eran un misterio.  No debíamos acercarnos a ellas porque eran violentas y nos podían hacer “cualquier cosa”.  El caso es que ellas, de noche se reunían -y siguen reuniéndose- en la Avenida Libertador, allí se prostituyen, uno de los limitados oficios que les dejan ejercer.  Las noches trans deben ser intensas balanceándose entre Eros y Tánatos.  Por un lado, están ellas buscando ingresos vendiendo caricias; por el otro, al estar en una vía pública de tráfico continuo se exponen a la agresión física y verbal: insultos, botellazos, pedradas, cortes de navaja, disparos… en ocasiones, la muerte ¡Hasta yo mismo que soy tan cobarde!  (Pausa).  Una noche fui con Francisco al Zig-Zag en la Avenida Libertador.  Salimos casi al amanecer con una borrachera mayúscula creyéndonos invencibles.  Cruzamos por la avenida Las Acacias para bajar a la Plaza Venezuela; a lo lejos había un grupo trans que terminaba su noche buscando el taxi que las devolviera a sus hogares.  Mi amigo y yo no pensamos para gritar: “¡Transfor pa’ feas!”, “¡Cojo culo!” “¡No las cojo ni que me lo presten!” y otras frases que salían eufóricas por los tragos.  Las chicas se molestan y empiezan a perseguirnos: ellas en tacones y nosotros bebidos. A solo una cuadra para alcanzarnos, pasa un carro que se detiene a nuestro lado.  Se abre la puerta y un brazo nos arrastra a su interior.  Es Armando que vuelve a su apartamento después de pasar la noche en bares.

Armando: ¿Ustedes están locos?  ¿Cómo se les ocurre meterse con esas mujeres que están trabajando?  ¡Tú y tú no valen ni medio! ¡Esta es la última: dos gays discriminando!

3

Después del 11 de septiembre de 2001 estoy dos días sin salir del apartamento; los ensayos de Ruandi, donde hago de actor, se posponen unos días hasta tratar de entender qué pasó.  Hasta Queens llega el humo de la destrucción.  Hay un estado de violencia y temor no declarado: a Mohammed, el mejor vecino del edificio, de habla castellana con acento afgano, una turba lo intercepta para golpearlo y patearlo tanto que permanece semanas internado en el hospital de Elmhurst.  No recuerdo si me animé o si era obligatorio ir a ensayo, pero a los dos días estaba montado en el metro en dirección a Manhattan.  Terminado el ensayo en Parque Central, porque no es posible ensayar en el espacio del grupo por estar próximo a las Torres Gemelas, decido caminar hasta el Lower Manhattan y ver de primera mano lo sucedido.  En el camino encuentro otra Manhattan: desolada, taciturna, con miedo entre la poca gente que camina, menos luminosa.  Es un duelo colectivo regado por la ciudad.  Paredes y más paredes cubiertas con hojas volantes: fotos de personas y un “Have you seen her?”, “Have you seen him?”  Anuncios similares se ven en las estaciones de bomberos y de policías.  Mientras camino, trato de intuir dónde estaban ubicadas las Torres Gemelas, entre la mirada y el recuerdo, tengo una idea del punto en que antes podía divisarlas.  Al llegar al Lower Manhattan busco la parte más próxima a las torres a la que los curiosos podemos llegar. (Pausa).  Cientos de rescatistas se dirigen al lugar de la tragedia para entrar entre los escombros y buscar restos humanos o tal vez un sobreviviente.  Unos casi corren hacia el lugar; otros rescatistas arrastran los pies del cansancio, pero continúan su labor.  Nueva York tiene defectos, menos el de la falta de solidaridad.  En este trabajo los acompañan perros entrenados en rescate.  Antes de internarse en ese mundo, hay un grupo de voluntarios que sirve comida y bebidas a los rescatistas y a los perros.    Me aproximo a los voluntarios y allí la veo de nuevo, después de mucho tiempo: Bárbara sirviendo comida.  Va deportiva: en jeans y una blusa negra, eso sí: tacones altísimos.  La contemplo: nunca pierde la concentración y no para de servir con gestos elegantes como matrona que sirve a sus hijos.  A esa misma mujer en el pasado le dije frívola.  A ésa.

4

Estoy en Washington D.C.  Vine en un autobús alquilado por Make The Road, centro comunitario ubicado en Roosevelt Avenue y calle 90 de Queens.  Los pasajeros conformamos un grupo variado: coreanos, mexicanos, pakistaníes, argentinos, venezolanos, heterosexuales, gays, trans; en común compartimos la calidad de indocumentados.  La ida a la capital estadunidense tiene por finalidad “hacer lobby” o estar en contacto con los políticos que deciden el futuro del país, los que tienen poder para convertir a millones de indocumentados en ciudadanos.  En el autobús conozco a Bianey, una joven trans que vino de México y que fue explotada sexualmente.  Bianey es sencilla, arrastra desde su pueblo el buen humor y la voluntad de hierro.  En Washington D.C. visitamos diversos políticos; gente de diversas partes de Estados Unidos vienen también y hablan en público frente a comités del Congreso.  Luego del día de trabajo, cenamos en un salón inmenso que casi no da cabida a tantos indocumentados.  Cerca de nosotros está una familia mexicana que vive en San Antonio, Texas, con su hijo con parálisis cerebral y por el que compiten en hacerle mimos y cuidados: el juego político no perdona ni a los inocentes.  En mi mesa se sientan Bianey y una amiga.  La conversación gira en torno a las diligencias del día, la expectativa de que el sistema legal norteamericano se actualice, que reconozca las familias no tradicionales y que entiendan que las personas que vienen buscando asilo no lo hacen por capricho.  El viaje es parte de esfuerzos de anónimos que ayudaron a generar algunos cambios en el país.  Sin embargo, el colectivo trans continúa marginado.

5

Allí, en esa tarima es el acto.  Un templete de barrio: de los templetes de El Junquito a los de Corona… un barrio amalgama de muchos barrios de más allá de las fronteras.  Bianey está con el equipo organizador de la Marcha Translatina de Queens que se hace todos los años.  En ella las amigas trans protestan, critican o alaban -según el caso- a funcionarios públicos.  También es un acto emotivo: algunas participantes dan testimonios de sus experiencias, su vida, su lucha que no es fácil.  Desde que supe de esta marcha, no me faltado ni una vez.  Varias son las razones: agradecimiento por hacerme entender que como gay he sido discriminado, que alguna vez he sido parte de la opresión.  El colectivo trans enseña que a pesar de los inconvenientes y por muchos obstáculos, vale la pena vivir.  Al hacer el show de cierre algunas de ellas, como Bárbara calzan tacones altísimos: así tocan las nubes.  Y nosotros con ellas.

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