Obras que muestran y responden al contexto del que emergen. Obras que cuentan sobre limitaciones y anhelos. Obras que suben a escena la solidaridad de ciudadanos al margen. A este grupo de obras pertenece Los cuatro de Copenhague, de Lolimar Suárez Ayala, ganadora de la Segunda Bienal Nacional de Literatura Apacuana, 2024.
Ser jurado de una bienal de dramaturgia brinda privilegios. El primero es poder leer el grupo de obras inéditas lo que da una idea del estado de la dramaturgia actual y las temáticas que explora. Además, ofrece la posibilidad de estar entre los primeros en leer piezas inéditas como Los cuatro de Copenhague.
En la primera sesión de lecturas salté el orden de envío de las obras concursantes para leer el texto posteriormente: era la número seis y fue la décima que leí en esa ronda. ¿Copenhague? El título sugiere un lugar distante, casi desconocido para los de los países caribeños. Orden, frío, días grises y quietos, metidos en casa. Copenhague evoca a Hans Christian Andersen y la nieve de “La niña de los fósforos” aquel cuento que era leído en Castellano y Literatura en segundo año de secundaria… ¿Lo siguen enseñando?
La Copenhague de la obra de Suárez Ayala es una que desconoce el frío, ruidosa, tropical, bañada de colores brillantes. Es una Copenhague venida a menos donde se esperan visitas que no llegan como las cartas deseadas. Venida a menos, pero es nuestra Copenhague, parafraseando a José Martí. Es una que poco a poco se integra al ser para forma parte de él. Es un espacio identitario que contiene las alegrías y tristezas de los personajes: Giuseppe llegó y no se devolverá mientras que Popeye la intuyó cada vez que andaba por mares y océanos; es a la que Mauricio, malandro viejo, pudo entrar.
Cuatro hombres de la tercera edad: Jesús Iván, Giuseppe, Popeye y Mauricio, además de Vladimir, por diversas circunstancias, viven juntos sus últimos años en una especie de asilo privado. Allí los ancianos desarrollan un sentido de familia. Cada uno, con sus limitaciones, sean físicas o mentales, apoya a los otros integrantes del grupo. Los personajes tienen la experiencia del adulto y la inmadurez de la adolescencia, otros de sus atractivos al hacer complejo a cada uno de estos. Por supuesto, no faltan el chalequeo ni las discusiones que si por la máquina de afeitar prestada, por el borocanfor o por la renuencia a bañarse, pero ahí están ayudándose unos a otros.
El texto estalla en imágenes de formas, texturas, colores; de tormentas marinas, de redes de pescar; de papagayos llevados por el viento y de sopas caseras que se asimilan a formas de ver el mundo; de la casa como espacio poético; de playas y desiertos; de noches y hermosas plantas ahora secas; de cartas que no se envían ni llegan; por ahí, de fondo, aparece el azar con la lotería y las carreras de caballo; de cómo se juega con el tiempo, conocido como implacable, es vencido por estos ancianos solidarios.
Con tanta edad se acumulan los recuerdos y sus opuestos, memorias que pudieron existir: “¿Qué habría pasado si…?”, el recuerdo de lo no vivido y extrañado, el recuerdo de no luchar para alcanzar los objetivos. Y ese no pasar se convierte en una de las tramas de la pieza llevada adelante por Jesús Iván con sus cartas y la espera con lo que detiene el tiempo. Los personajes no tardarán en preguntarse si es necesario aferrarse a una vida de privaciones o realizar las actividades que los motiva para vivir. Descubren en voz de Giuseppe que: “la salida no está en dormirse, está en soñar” (6).
Con Los cuatro de Copenhague, Lolimar Suárez Ayala da voz a un grupo de personas ubicadas en la periferia por cuestiones de edad, situación común en un contexto donde se asume que a partir de determinada edad los ciudadanos poco pueden aportar. Los de Copenhague muestran cómo se organiza una comunidad que toma decisiones que benefician y dan color a sus vidas. Además, Los cuatro de Copenhague marca una pauta en la Bienal Nacional de Literatura: por primera vez una autora, y zuliana, recibe el Premio Apacuana.